jueves, 21 de octubre de 2010

Del aeropuerto al infierno

Regresamos en diferido con las fantásticas aventuras del Club de los Ocho, en su segunda entrega: "Del aeropuerto al infierno". Como dijimos en el capítulo anterior, ya estábamos en tierras británicas, pero aún quedaban acontecimientos que sucederse hasta conseguir descargar las maletas. Como por ejemplo, pasar la temida aduana británica. Fue curioso como todo el mundo iba con el pasaporte, a que se lo sellaran, y los guardias sonriendo e incluso charlando con los viajeros. Llegamos nosotros, y nos limitamos a darle el DNI. Su mirada dijo algo así como: "Bueh, españoles... Pasad, anda".

Y pasamos. La primera decisión que teníamos que tomar era como ir hasta Londres. Había dos opciones: tren hiperguay (media hora, 20 libras); o autobús sepulcral (1 hora y media, 7´5 libras). Obviamente, y haciendo honor al título de este blog, escogimos la opción B.

¿Que por qué le digo autobús sepulcral? Porque fue en aquel preciso instante cuando descubrimos la enorme vitalidad y lo dicharacheros que son los ingleses por naturaleza. Un desfase a lo grande. Os pongo un ejemplo: la mujer que tenía a mi lado no movió un solo músculo durante todo el trayecto. Manos cruzadas, vista al frente, ceño fruncido. Sin variaciones. Sin sentimientos. Solo frialdad. Fría frialdad.

En fin. Con el sueño que llevábamos acumulado, esto nos vino hasta bien. Y el resto de la historia la resumiré, que me estoy explayando demasiado. A las 12.30 llegamos a la estación Victoria, centro de Londres. Paradita para un cigarro y a coger el metro. Aquí solucionamos uno de los mayores problemas: por 28 libras, transporte por todo Londres ilimitado, gracias a una preciosa tarjeta azul en una funda amarilla de Ikea.

De modo que fuimos al metro a estrenarla. Como teníamos el hotel en Notting Hill, no consideramos necesario indagar más: nos bajamos en esa parada, y se acabó. Más adelante descubriríamos que un barrio londinense es aproximadamente como Murcia entera. Tras mirar mapas, andar un ratillo por calles extrañas, y coger el metro tres veces (lo que nos llevó un par de horas); nos bajamos en un parada que decía estar al lado del albergue.

Y voilà. Nada más salir por la puerta de la estación, miro a la izquierda, y allí lo veo. La misma imagen que en internet. El mismo edificio, las mismas banderas en las ventanas... Solo que parecía que habíamos llegado cuarenta años después. No sé qué tenía pinta más acogedora: el edificio o el cementerio que tenía alrededor.

Al final optamos por el edificio. Porque lo habíamos pagado, principalmente. Y aquí os abandono por ahora. A punto de abrir las vetustas puertas del infierno.

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